Islas Malvinas - Foto: NASA |
De vez en cuando, el viejo conflicto que argentinos y británicos mantienen por las Islas Malvinas, vuelve a aflorar con nuevos comentarios o declaraciones de intenciones por una u otra parte.
Este archipiélago, formado por unos doscientos islotes, de los cuales los principales son los dos mayores, Soledad y Gran Malvina, está situado en la plataforma continental de América del Sur, frente a la Patagonia, a tan sólo 480 kilómetros de sus costas, bañado por el que los argentinos llaman Mar Argentino, en el Atlántico Sur. Allí viven unas cuatro mil personas, a las que se conoce como kelpers, nombre que deriva de unas algas llamadas kelps que se dan en abundancia en aquellas aguas, aunque se trata de un término que a ellos no les agrada demasiado y prefieren denominarse islanders. Existen indicios de que, ya en la antigüedad, los indígenas de la Patagonia pudieron haber llegado a estas islas navegando en canoas desde la costa, sin embargo, cuando los primeros europeos llegaron allí, estaban deshabitadas.
Es difícil precisar quién fue su descubridor y cuándo sucedió. Hay quien dice que pudo ser Américo Vespucio, durante un viaje que partió de Lisboa en 1501, aunque no hay pruebas fehacientes de ello; otros, que fue Esteban Gómez, un explorador portugués que formó parte de la expedición de Magallanes y que, durante su regreso a España en 1520, tras desertar de la flota, pudo haber divisado las islas a las que bautizó con el nombre de su nave: San Antón. Sin embargo, mientras algunas fuentes aseguran que una expedición comandada por Francisco Ribera, tomó posesión del archipiélago para España el 4 de febrero de 1540, los británicos, por su parte, mantienen que fue el explorador John Davis quien las descubrió el 14 de agosto de 1592, aunque también, hay quien defiende la teoría, de que fue el corsario inglés Richard Hawkins quien lo hizo en 1594. No obstante, el primero en aportar pruebas fidedignas de haberlas visto, fue el capitán holandés Sebald de Weert, que, tras avistarlas en el año 1600, las situó geográficamente, como así lo confirman las cartas náuticas holandesas de la época, donde aparecen con el nombre de Islas Sebald o Sebaldinas. En 1690, una expedición británica comandada por el capitán John Strong, navegó por el canal que hay entre las dos islas mayores y lo llamó Falkland Channel, en honor al vizconde que había financiado aquel viaje. Así, Falkland será, desde entonces, el nombre utilizado por los británicos para referirse a este archipiélago.
A pesar de las disputas entre británicos y españoles por dilucidar quién había sido su descubridor, los primeros en ocuparlo fueron los franceses, en el año 1764, aunque ya desde principios de ese siglo habían realizado varios viajes de reconocimiento a las islas. El explorador francés Louis Antoine de Bougainville les puso el nombre de Malouines, debido a que la mayoría de las expediciones habían partido del puerto francés de Saint-Maló, y estableció en ellas la primera colonia, en el noroeste de la Isla Soledad, a la que llamó Port Saint Louis (actualmente Port Solitude y Puerto Soledad para los argentinos). No tardó mucho la corte de España en enviar una queja formal a Francia, alegando que aquellas islas formaban parte de América del Sur y pertenecían, por tanto, a la corona española que era quien gobernaba aquellas tierras. Así, por motivos diplomáticos, el rey Louis XV de Francia obligó a Bougainville a reconocer la soberanía del reino de España sobre las islas y entregar la colonia a los españoles en 1767, recibiendo a cambio una indemnización de 618.108 libras. Mientras tanto, los británicos, que no estaban dispuestos a renunciar a aquel territorio, de suma importancia para sus intereses comerciales en el Pacífico, establecieron en 1765 un asentamiento al que llamaron Port Egmont, que fue desalojado por una flotilla española en 1770, generándose un conflicto que a punto estuvo de desatar una guerra entre ambas naciones y que se resolvería in extremis con un acuerdo por el que la corona española permitía a los británicos regresar a Port Egmont, donde mantuvieron su base hasta que se fueron en 1774. Desde entonces, España regentó las islas como parte del Virreinato del Río de la Plata, hasta que las abandona definitivamente en 1811, quedando totalmente deshabitadas salvo por las ocasionales visitas de algunos balleneros y cazadores de focas que llegaban, de vez en cuando, en busca de refugio y provisiones.
En 1816, Argentina proclama su independencia y ejerce sus derechos de soberanía sobre el archipiélago, como parte del legado de la corona española, ocupándolo oficialmente en 1820 y estableciendo una colonia en la que vendría al mundo, en 1830, la primera persona nacida en las islas. Poco tiempo después, todo iba a cambiar.
Corría el año 1832, cuando una corbeta británica llegaba a Port Egmont. Sus tripulantes tomaron posesión de nuevo de aquel territorio, reconstruyeron el viejo fuerte y después pusieron rumbo hacia la colonia argentina, fondearon frente a ella y enviaron un mensaje a sus habitantes instándoles a rendirse sin ofrecer resistencia. Poco podía hacer aquella gente ante la superioridad bélica de la nave y así, pocos días después, la bandera británica ondeaba libremente sobre la isla, donde se mantuvo, a pesar de las reclamaciones que los argentinos vinieron realizando a todos los niveles, hasta que el día 2 de abril de 1982, un contingente de soldados argentinos desembarcaba en las islas cogiendo por sorpresa a las fuerzas británicas. Aquella arriesgada aventura terminaría, sin embargo, 74 días después, cuando el ejército argentino, mal pertrechado y hambriento, se rendía dejando atrás 649 muertos, por su parte, y 255, por la de los británicos.
Está claro que muy poco o nada hemos aprendido los seres humanos de nuestra historia. Tantas reuniones al más alto nivel de mandatarios, políticos y personal de Naciones Unidas y no hemos conseguido, al menos, encontrar una manera de resolver nuestros conflictos, que no sea matándonos en absurdas guerras sin sentido. Pero no perdamos la esperanza, quizás algún día seamos capaces, no sólo de hablar, sino de escuchar a los demás y entendernos.
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