viernes, 30 de noviembre de 2012

La legión perdida



Tras reducir a los galos, Julio César dirigió su mirada hacia Britania, haciendo una primera incursión en las islas en el año 55 a. C. El resultado fue el sometimiento de un gran número de tribus británicas, a las que impuso el pago de fuertes tributos. Sin embargo, no sería hasta el año 43 de nuestra era, cuando el emperador Claudio planificara y dispusiera la verdadera invasión, tras un amago de Calígula tres años antes. Así, cuatro legiones al mando del general Aulo Placio, compuestas por 20.000 soldados a los que habría que sumar otros tantos auxiliares, se dispusieron para la ocupación de las islas. Una de aquellas legiones era la Legio IX Hispana.

La Hispana, había sido formada en el año 60 a. C., por hombres reclutados principalmente en Hispania, para participar en la pacificación de la Galia junto a Julio César. Más tarde, en el año 13 d. C., fue trasladada a los Balcanes, hasta que fue elegida por Claudio para formar parte del ejército que envió a Britania, donde se tuvieron que enfrentar a la valiente resistencia de las tribus autóctonas. La Legio IX se instaló en Lincoln en el año 60 d. C., desde donde participó en la lucha contra la célebre Boudicca, líder de los icenos. En el año 70 fue enviada a Eboracum (York), donde colaboró en la construcción de una calzada que comunicaba con Londinium (Londres) y más tarde luchó contra las tribus de Caledonia (Escocia), participando victoriosamente en la batalla de Mons Graupius en el año 83, para después regresar de nuevo a Eboracum.

Roma conseguirá conquistar la mayor parte del territorio britano, salvo una pequeña zona de Gales y las tierras del norte, donde la situación resulta más complicada. Allí se tienen que enfrentar a tribus salvajes que conocen bien el terreno. Caledonios y pictos, con los cuerpos tatuados de azul, ofrecen una brutal resistencia y Roma sufre numerosas bajas. En el año 115, la Legio IX Hispana es destinada a esas tierras, interviniendo activamente en la sangrienta lucha contra aquellas tribus del norte, que no conocían el significado de las palabras indulgencia y rendición. Así, según parece, en algún momento entre los años 115 y 117, la Hispana se adentra en los territorios que habitan sus más terribles enemigos, desapareciendo en sus montañas para siempre.

En el año 122, el emperador Adriano ordena la construcción de una muralla que va de costa a costa a lo largo de 117 kilómetros, cuya función sería la de proteger los territorios conquistados de los ataques de aquellos pueblos rebeldes. Aquella muralla, que marcaría la frontera norte del Imperio Romano y de la que aún hoy se conservan algunos restos, es conocida como el Muro de Adriano.

De la Legio IX nunca se supo nada más,  a pesar de que se enviaron varias expediciones en su búsqueda. La teoría más probable es que fueran aniquilados por los pictos, pero lo extraño es que una legión con unos 5000 soldados desaparezca sin dejar rastro, ni cadáveres, ni ropa, ni armas tiradas en algún sitio, nada. Existe alguna teoría que dice que fue enviada a tierras de lo que hoy es Holanda, hasta que en el año 131 partió hacia Oriente donde fue totalmente aniquilada. Sin embargo, no hay nada claro sobre esto. La documentación conservada de aquella época, permite recomponer con bastante exactitud la historia de las diferentes legiones romanas, su recorrido y, por supuesto, su final, pero hay que tener en cuenta que había la costumbre de prohibir el recuerdo de aquellas que habían sido aniquiladas o deshonradas por huir del campo de batalla. 

Como quiera que sea, la Legio IX Hispana desapareció para siempre entre la niebla de una fría mañana, adentrándose así en la eternidad que confieren los mitos. 

La imagen del estandarte procede de la web: www.imperium-romanum.info


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lunes, 19 de noviembre de 2012

Vlad el Empalador - El terror entre el mito y la realidad

Vlad el Empalador - Grabado 1488

La mañana del 29 de mayo de 1453, los turcos otomanos dirigidos por el sultán Mehmed II el Conquistador, ponían fin a más de mil años de existencia del Imperio Bizantino tomando su capital, Constantinopla, a la que cambiaron su nombre por el de Estambul. Otros territorios como Grecia, Bosnia, Serbia, acabaron formando parte también de las conquistas de Mehmed II, en su avance por el viejo continente hacia los dominios del, por entonces, Reino de Hungría. Un avance que no resultaría fácil, por la resistencia que encontró en algunos lugares como Albania o el Principado de Valaquia.


En esta pequeña región, situada en tierras de la actual Rumanía, el Conquistador se encontró con la oposición del príncipe Vlad III. Su padre, Vlad II, había pertenecido a la Orden del Dragón, fundada en 1408 para defender la Santa Cruz y luchar contra los enemigos de la Cristiandad, por lo que recibió el apodo de Dracul (el Dragón), símbolo de aquella orden. Para los rumanos, en cambio, Dracul significaba  Demonio, el ser con el que ellos relacionaban a los dragones. Vlad II sería conocido, por tanto, entre las gentes de su país como el Demonio y su hijo, llamado Vlad Draculea, sería Vlad el Hijo del Demonio.

Vlad Draculea había nacido en Transilvania en 1431 y atravesó por dramáticos momentos en su infancia cuando, a los trece años, fue entregado por su padre como rehén a los otomanos, en prueba de sumisión al sultán. A su regreso, tres años después, su padre había muerto apaleado por algunos nobles de la región, que, además, habían enterrado vivo a su hermano, tras arrancarle los ojos. Todo aquello sirvió, probablemente, para forjar la cruel personalidad de un hombre, que habría de convertirse en el siniestro protagonista de un sinfín de terribles y negros episodios, de los que aún hoy resulta difícil separar la leyenda de la realidad. Vlad Draculea supo moverse, a partir de entonces, buscando el apoyo de turcos o cristianos, en función a lo que más le conviniera en cada momento para alcanzar el poder, llegando a convertirse en el príncipe Vlad III de Valaquia en 1456. Empezaba así una parte de la historia, tan horrible y sangrienta, que cuesta creer que hubiera sucedido de verdad.


Se cuenta de él, que fue despiadado con todos aquellos que le negaron su apoyo, llegando a realizar ejecuciones masivas en las ciudades que se oponían a negociar con él o a pagarle tributos, poniendo en práctica un espantoso castigo, que había visto realizar a los turcos durante sus años como rehén. Consistía en ensartar a las personas en largos palos que se clavaban en el suelo, donde los desdichados sufrían una larga agonía, hasta que morían desangrados entre terribles dolores. Una práctica por la que pasó a ser conocido como Vlad Tepes, es decir, el Empalador. Así, la leyenda de nuestro protagonista se fue alimentando de brutales episodios, que nos hablan de ciudades en las que hacía empalar a miles de personas, para sentarse después a cenar tranquilamente, mientras contemplaba la angustia y el dolor que padecían aquellos pobres desgraciados antes de morir. Tanto turcos, como cristianos, fueron víctimas del odio y la ira que lo acompañaron durante toda su vida, de los cuales dio una clara muestra con la venganza que llevó a cabo contra los boyardos (nobles terratenientes eslavos), a los que culpó de las muertes de su padre y su hermano. Tras reunirlos a todos ellos y a sus familias en 1459, invitándolos cordialmente a una gran cena de Pascua, a la que pidió que asistieran con sus ropas más elegantes, hizo empalar a los más viejos, obligando a los más jóvenes a ir caminando hasta un lugar en el que había las ruinas de un viejo castillo. Allí, los que sobrevivieron a la caminata, tuvieron que trabajar hasta la muerte en la reconstrucción de aquel castillo, que más tarde le serviría de hogar. 


La guerra contra los ejércitos otomanos de Mehmed II, protagonizó algunos de los episodios más sangrientos de la historia de Vlad III. Con apenas 10.000 hombres, se enfrentó a un ejército turco muy superior en número, utilizando tácticas de guerrilla y atacando por la noche, mediante pequeños grupos armados que se deslizaban en silencio entre las sombras. Consiguió así apresar a miles de turcos, a los que sometió a las más terribles torturas, cortándoles pies, manos, orejas o haciéndoles morir empalados. La leyenda del Hijo del Demonio y su fama de sanguinario se acrecentaron aún más cuando, en 1461, ordenó talar un bosque entero para hacer estacas con sus árboles, en las que fueron empalados 23.000 prisioneros. La dantesca visión de aquel macabro Bosque de Empalados, hizo que Mehmed II regresara enfermo a Estambul, mientras que Vlad III, crecido por aquellas victorias, avanzó con sus hombres hostigando a las huestes turcas cada vez más diezmadas. El sultán organizó entonces un poderoso ejército de más de 200.000 hombres dispuestos a ocupar el Principado de Valaquia, pero Vlad emprendió una estrategia de tierras quemadas, evacuando las aldeas, envenenando los pozos de agua y quemando las cosechas para que no quedara ni un solo grano de trigo con el que pudiera alimentarse el enemigo. Así, sufriendo miles de bajas por los ataque de los valacos, sin víveres con los que alimentarse y víctimas de una terrible epidemia de peste que les provocó un gran número de muertes, las tropas otomanas se presentaron ante la capital de Valaquia, Târgoviste, donde una imagen espeluznante les estaba esperando. Las murallas de la ciudad aparecían rodeadas por más de 20.000 personas que habían sido empaladas, entre las que había turcos, pero también valacos súbditos de Vlad.  Mehmed II, convencido de que era imposible luchar contra el Diablo, decidió retirarse, mientras que en Estambul, los ciudadanos huían aterrorizados de la ciudad, por miedo a la llegada de aquel temible Empalador al que precedía su reputación de salvaje asesino.

Sin embargo, en 1462, Vlad Draculea era hecho prisionero y encerrado en una cárcel, de la que saldría, no se sabe muy bien por qué, doce años más tarde, consiguiendo recuperar de nuevo su trono en 1476. Pero para entonces, se había ganado ya muchos enemigos que no estaban dispuestos a aceptarlo y tan solo tres días después, caía en una emboscada junto a doscientos hombres de su guardia personal, de la que solo diez sobrevivieron. Esta vez sí, se había dado muerte a Vlad III el Empalador y su cara y su cabellera fueron separadas del cráneo, para enviarlas como trofeo a Estambul, mientras que su cuerpo era enterrado en un monasterio de una pequeña isla, en medio del lago Snagov, en Bucarest. Aunque, según parece, como la presencia de aquel siniestro personaje no hacía mucha gracia a los monjes que vivían allí, decidieron trasladarlo a una tumba fuera de él, que años más tarde fue destrozada por una riada. Los restos aparecieron en el lago aún con sus ropas, pero, misteriosamente, volvieron a desaparecer unos años después y nunca más se han vuelto a encontrar.


Las leyendas negras sobre la vida de aquel aterrador personaje, del que se contaba que disfrutaba bebiéndose la sangre de sus víctimas, se mantuvieron en el tiempo, dando lugar a infinidad de mitos que se extendieron por todos los rincones de Transilvania y más tarde por toda Europa Central, donde, ya en el siglo XVII, se empezó a hablar de extraños seres "no muertos" que necesitaban salir de sus tumbas para alimentarse de sangre, volviendo después a ellas. El temor a aquellos vampiros se propagó por todas las aldeas, haciendo caer a la gente en una locura desatada por el miedo, que les llevaría a recorrer los cementerios, abriendo las tumbas, para clavar estacas en el pecho de los difuntos, en la creencia de que así estarían realmente muertos y no podrían levantarse nunca más. La literatura gótica de los siglos XVII y XVIII, encontraría en todas estas leyendas una prolífica fuente de la que alimentarse. Pero la obra más importante, llegaría en 1897 de la mano del escritor irlandés Bram Stoker, que se inspiraría en el personaje de Vlad Draculea para escribir una novela a la que tituló Drácula, en la que se funden todos aquellos viejos mitos sobre vampiros, que en otro tiempo estremecieron a una gran parte de Europa. Una novela que llegó a estar durante muchos años prohibida en Rumanía, donde Vlad Tepes, debido a la lucha que mantuvo contra el invasor turco, fue considerado un héroe nacional.


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sábado, 10 de noviembre de 2012

Una mente fantástica

La conquista del espacio por parte del ser humano, es algo que hoy en día vivimos con bastante naturalidad. Ya estamos acostumbrados a ver transbordadores o estaciones espaciales que dan vueltas sobre nuestras cabezas, con astronautas de diferentes nacionalidades que conviven en ellas durante largos periodos de tiempo y, pronto, el turismo espacial va a dejar de ser privilegio de unos pocos, para pasar a estar un poco más "al alcance" de todos.

Portada de Viajes Extraordinarios

Sin embargo, hace relativamente poco tiempo que todo esto sucede. Apenas tenía yo cinco años cuando el hombre pisaba la Luna por primera vez y algunos años antes nadie sabía cómo hacer que eso fuera posible. ¿Nadie? ¡¡No!! Alguien, con una mente fantástica, fue capaz de imaginar ese viaje 104 años antes de que ocurriera. Su nombre era Jules Gabriel Verne, más conocido por nosotros como Julio Verne.


Julio Verne nacía en la localidad francesa de Nantes, un 8 de febrero del año 1828, siendo el mayor de cinco hermanos, hijos de un abogado que gozaba de una buena posición económica. Desde muy niño demostró tener un gran talento y ser un buen estudiante, destacando en muchas asignaturas, especialmente en geografía. Además, sentía una gran curiosidad por la ciencia, que le llevaría a devorar y coleccionar artículos científicos durante toda su vida. Las historias que una maestra le contaba, sobre las aventuras de su marido marinero, despertarán su imaginación y su afición por escribir. Afición que empezó a desarrollar a los once años, cuando su padre, tras hacerlo bajar de un barco en el que intentaba escapar a la India, a buscarle un collar de perlas a su prima Caroline, de quién estaba profundamente enamorado, lo castigó severamente y le hizo prometer que nunca más iba a viajar a ningún sitio y, si quería viajar, solo podría hacerlo con la imaginación. Aquello motivaría que aquel muchacho empezara a escribir. Pequeñas historias y poemas, al principio, y algunas piezas de teatro, más tarde.

En 1848, cuando tenía veinte años, viaja a París para estudiar derecho, tras ser rechazado por su prima, que acabaría casándose con otro, lo que, probablemente, fuera el origen de un fuerte sentimiento misógino que le acompañó durante toda su vida. En la capital francesa, malvive con una pequeña asignación que su padre le envía y que apenas le llega para vivir, mucho menos cuando la mayoría del dinero se lo gastaba en libros. Allí, asiste a todas las tertulias literarias que puede y un buen día conoce al gran Alejandro Dumas, con quien, tras un mal tropiezo en la calle, entabla una profunda amistad. Dumas será un importante apoyo para él y le ayudará a estrenar su primera obra, la cual no será precisamente un éxito. A pesar de ello, Verne solo pensaba en escribir, por lo que decide abandonar los estudios y, un tiempo después, tras casarse con una hermosa viuda llamada Honorine, empieza a trabajar como agente de bolsa. Gracias a ello, cuando tenía treinta y un años, sin tener en cuenta ya la promesa que le había hecho a su padre, realiza su primer viaje, para el que elige como destino las míticas tierras de Escocia.

Sin embargo, también dejará el trabajo en la bolsa, a pesar de que sus obras no son muy buenas y, por tanto, no le proporcionan suficientes ingresos para vivir. Todo cambiará cuando conoce a Pierre-Jules Hetzel que, además de ayudarle a mejorar su estilo y su manera de escribir, se convierte en su editor, publicándole, en varias entregas en un magazín que él editaba, su primera novela de aventuras en 1863. Se trataba de Cinco semanas en globo y fue un rotundo éxito, por lo que Hetzel le ofreció un contrato de veinte años de duración, por 20.000 francos anuales, a cambio de que escribiera entre dos y tres novelas cada año. Así, empezarán a llegar grandes obras como Viaje al centro de la Tierra, en 1864 o De la Tierra a la Luna, en 1865, que animarán a Hetzel a aumentarle considerablemente el salario acordado, lo que permitió a Verne comprarse un barco a vapor, con el que se dedicará a viajar con su hermano Paul. Fruto de aquellos viajes, llegarán poco después tres obras inolvidables: Los hijos del capitán Grant, en 1867;20.000 Leguas de viaje submarino, en 1869 y La isla misteriosa, en 1874.

En sus novelas aparecían máquinas impensables en aquellos tiempos: el fax, helicópteros, naves espaciales, casi iguales a las que cien años después llegarían a la Luna, armas de destrucción masiva y buques sumergibles como el Nautilus, a imagen de los submarinos nucleares que surcarían los mares muchos años más tarde. Describió casi con precisión cómo sería el viaje a la Luna; nos habló de la exploración submarina; de la conquista de los polos y predijo que Francia y Reino Unido perderían la hegemonía mundial, que ejercían en aquel momento, para ser sustituidas por Rusia y Estados Unidos. Por todo esto, hay quien dice que fue un visionario, otros que fue un profeta. Él siempre negó todo esto y decía que se había limitado a documentarse muy bien y a saber cómo eran y cómo pensaban los hombres de su época. Se decía también que perteneció a la masonería, en la que se inició gracias a su gran amigo Dumas, y a un misterioso club, denominado Sociedad de la Niebla, de donde podría haber recibido mucha información privilegiada que acabaría utilizando en sus novelas. Él, en cambio, nunca se cansó de repetir que todo lo que él era capaz de imaginar, otros serían capaces de realizarlo


Tumba de Julio Verne - Foto: J. Sauval

Julio Verne se sentía el más desconocido de los hombres y detrás de él permanecerá para siempre un velo de misterio, que no hizo más que incrementar el hecho de que, unos años antes de su muerte, quemara una gran parte de sus archivos sin ninguna explicación. Llegó a vivir en aquel siglo XX, que vería hacerse realidad todo cuanto había contado en sus relatos, pero sintió tristeza al comprobar que el hombre utilizaría aquellas tecnologías para matar y no como él pensaba. El 24 de marzo de 1905 moría, víctima de la diabetes, en la localidad francesa de Amiens, tras despedirse de los familiares que le rodeaban con dos sencillas palabras: sed buenos. Sobre su tumba, en el cementerio de La Madeleine, reposa la enigmática escultura que el escritor encargó antes de morir, en la que aparece emergiendo de la sepultura con el brazo derecho en alto y la mirada clavada en el cielo.

Allí, descansa el hombre que quiso ser creador de la Literatura de la Ciencia y que, desde luego, con sesenta y cuatro novelas traducidas a 112 idiomas, fue el más importante autor de literatura juvenil que ha existido jamás. Porque no nos cabe la menor duda de que, si Dumas nos hizo soñar, Verne nos dio la fantasía. 

Foto de la tumba de Julio Verne realizada por J. Sauval y extraída de una web estupenda y muy recomendable sobre la vida del escritor:
http://www.jverne.net/


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